VIAJE EN BARCA AL PAIS DE LOS MUERTOS



Aún nos encontramos en tiempo de Pascua de Resurrección. La Iglesia sigue celebrando el paso de Cristo de la muerte a la vida, pero a una vida transformada en gloriosa para nunca más morir, superadas ya las limitaciones físicas de la existencia actual.  Debemos seguir con la mirada fija en la resurrección de Jesús como primicia y muestra de la que será la nuestra cuando llegue el tiempo señalado por Dios. Pero mientras llega ese momento, nuestra existencia no se interrumpirá, sino que pasaremos por un periodo que la teología conoce como fase intermedia, solo con nuestra alma, esperando el final de los tiempos.

Aunque esto lo sabemos por la revelación, que ha tenido lugar de una manera especial a través de las palabras de Jesucristo, la convicción de la vida eterna no es algo que haya partido de la fe cristiana o de la cultura judeocristiana. Es patrimonio de la humanidad. Prácticamente toda cultura de todos los tiempos lo ha tenido como propio y ha organizado la existencia terrestre de todos sus integrantes. Dios ha puesto en el corazón de todo hombre la intuición de que la muerte no es el final, sino que esta es solo el pórtico a otra dimensión en la que continuará la existencia individual de cada hombre y mujer. Ahora bien, esta percepción ha sido plasmada con variedad de formas según los hábitos y el contexto de cada pueblo.


En mi última visita al Museo Municipal de Antequera, me llamó poderosamente la atención una sala en la que se hablaba, especialmente, de los ritos funerarios romanos pre-cristianos. Igual que los griegos, los romanos creían que el mundo de los vivos y el de los muertos se encontraban separados por la laguna Estigia. Para poder atravesarla debían pagar al barquero Caronte, por lo que introducían en la tumba algunas monedas, algunas veces depositadas en la boca del difunto. Para alumbrar su viaje en barca, dejaban al lado del cuerpo lucernas.



 También depositaban en la tumba ungüentarios con los perfumes preferidos del difunto.

Otros objetos encontrados en los enterramientos han sido vajillas para el banquete funerario y copas para el último brindis, así como lacrimales para recoger la última lágrima.





Al principio, los romanos incineraban a sus difuntos, depositando las cenizas en vasijas.



Las vasijas eran depositas en el interior de sarcófagos, como losl mostrados en las fotografías, realizados en arenisca caliza.

 



 A partir del siglo II comenzaron las inhumaciones, depositando al cadáver en tumbas que recuerdan a las utilizadas hasta hace muy pocos años y que aún se pueden ver en algunos de nuestros cementerios.


 

Generalmente en el exterior de las tumbas, se situaban aras (como pequeños altares) con el nombre del difunto, algunos datos personales y, a veces, alguna dedicación.

 

Llama la atención el complejo funerario de una esclava romana que, al casarse con su patrono, subió de categoría y ostentó una gran influencia en su entorno a pesar de sus orígenes. Se llamó Acilia Plecusa.

 Quiero agradecer desde aquí a todo el personal del Museo Municipal de Antequera la atención que siempre me han deparado.