En una entrada anterior vimos la
llegada de la fe cristiana a Hispania, así cómo el mundo romano se hacía
cristiano. El cristianismo llegó a extenderse por toda la Península Ibérica
después de varios siglos de persecución.
Roma nunca llegó a conquistar las
tierras germánicas: estaban pobladas por gente muy guerrera y sus dominios
parecían tener poco que ofrecer al imperio. Uno de estos pueblos germánicos
eran los visigodos. Gracias a la acción iniciada por Ulfilas, este pueblo godo
fue cristianizado, aunque bajo la herejía arriana (que consideraba que Jesús no
era Hijo de Dios, sino un Dios creado por el Padre).
Ante la embestida de los hunos,
procedentes del este, en el año 376 los visigodos pidieron a Roma poder
cobijarse dentro de los límites de su imperio. Les fue concedido el permiso y
se asentaron como federados.
Durante varios años, otros
pueblos germánicos habían ido ocupando diversas zonas de la geografía
hispánica. Con el objetivo de su contención y como aliados de Roma, los
visigodos entraron en la actual España en el 414-415. Con la caída del Imperio Romano
de Occidente ―año 476―, se convirtieron en un reino independiente.
Los visigodos fueron absorbiendo
parte de la cultura romana, muy superior a la suya y más apropiada a la nueva
forma de vida que tuvieron que adoptar. Había, sin embargo, un gran problema:
eran minoría frente a una mayoría hispanorromana de fe católica principalmente,
a la que trataron como ciudadanos de segunda mediante leyes. Esto produjo
numerosos conflictos y revueltas a lo largo de los años.
Crismón en dintel visigodo. Museo Municipal de Antequera
En el siglo VI Leovigildo asume
el poder real. Luchó denodadamente por unificar el reino Visigodo de España
teniendo como referente el Imperio Bizantino y situando la capital en la ciudad
de Toledo.
Sin embargo hubo un objetivo que
no pudo conseguir: la unificación religiosa bajo la fe arriana. Este intento le
hacía chocar frontalmente con un pueblo principalmente católico y de tradición romana. Leovigildo tuvo dos hijos: Hermenegildo y
Recaredo. El primero, heredero al trono, se bautizó integrándose a la Iglesia
Católica gracias al testimonio que le había dado su esposa, Ingunda. Al enterarse
su padre, montó en cólera y metió en prisión a su hijo y a su esposa para
hacerle apostatar de su nueva fe. Hermenegildo se mantuvo firme y, al año,
padre e hijo se reconciliaron. Pero, al casarse de nuevo el rey, su segunda
esposa ―fanática arriana y dominadora― volvió a indisponer a Leovigildo contra
su hijo, que lo encarceló. Hermenegildo vivió su cautiverio con resignación y
confianza, con oración, penitencias y vestido de saco. Al no conseguir su
objetivo, el rey mandó matar a su hijo, haciéndolo mártir y ganando un santo
para la Iglesia.
Dintel de la iglesia visigoda de San Pedro, utlizado posteriormente como peldaño en la puerta de la Torre del Homenaje de la alcazaba de Antequera. Museo Municipal de Antequera
Y como la sangre de los mártires
no es derramada en balde, a los pocos años su hermano Recadero, que había
subido al trono al morir su padre, se convierte a la fe trinitaria. Primero en
secreto y, posteriormente de manera pública en el III Concilio de Toledo,
convocado por él mismo. Con Recadero, muchos nobles y obispos visigodos abandonaron
la herejía arriana abrazando la fe católica. Aunque hubo varias revueltas, poco
a poco el arrianismo fue desapareciendo de la Península Ibérica. Con estos
actos, se le atribuye a Recadero la conversión al Catolicismo de los pueblos
godo y suevo (germánicos), así como la unificación religiosa-espiritual de todo
el pueblo. Una de sus consecuencias fue la equiparación de los hispanorromanos
con los germánicos.
Crismón visigodo de San Isidoro. Museo Municipal de Antequera
El papa Gregorio Magno alabó la
labor de Recadero reconociéndole el haber
llevado “rebaños de fieles, que han atraído a la gracia de la verdadera fe con diligente
y continua predicación”.
Inscrición visigoda con las palabras: "Ave María"