Estamos celebrando la
resurrección de Jesús. Hace unos días recordábamos su pasión, crucifixión y
muerte.A veces ponemos el énfasis en una de las partes, postergando o casi
olvidando la otra. Sin embargo, ambasson necesarias. Una sin la otra o no
podría haber tenido lugar o, al menos, no habría tenido sentido.
Por ello escribió Pablo: “Israelitas,
escuchen: A Jesús de Nazaret, el hombre que Dios acreditó ante ustedes
realizando por su intermedio los milagros, prodigios y signos que todos
conocen, a ese hombre que había sido entregado conforme al plan y a la
previsión de Dios, ustedes lo hicieron morir, clavándolo en la cruz por medio
de los infieles. Pero Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte,
porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él.[…] A este Jesús, Dios
lo resucitó, y todos nosotros somos testigos. Exaltado por el poder de Dios, él
recibió del Padre el Espíritu Santo prometido, y lo ha comunicado como ustedes
ven y oyen.” (Hch 2, 22-24; 32-33). Y en otra carta exclama: “Por eso,
Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2, 9).
En el evangelio de san Juan hay
toda una teología de la exaltación de nuestro Señor, en la que su exaltación
está constituida por dos actos que se funden en una única obra.
Exultemos de gozo y alegría. Los cristianos somos los más afortunados porque seguimos a un vivo, al Señor, al que nos ha redimido del pecado y, con su exaltación, nos ha abierto las puertas del cielo que nos permitirá la amistad eterna con Dios en una relación de amor mutuo.



