¿Cuántas veces le
pedimos pruebas a Dios? ¿No hemos pensado en muchas ocasiones: ojalá hubiera
visto al Señor hacer milagros? Podemos pensar que si hubiéramos estado allí nuestra
fe sería más fácil. Ante la evidencia no habría lugar a la duda ni a las
excusas.
Sin embargo, el Señor tuvo muchos testigos de sus
palabras y actos. Algunos de estos testigos especialmente preparados para poder
entenderlo y reconocerlo como Aquel de quien hablaban las escrituras fueron los
fariseos, los levitas y los saduceos. Llegaron a presenciar milagros de la
entidad de la resurrección de Lázaro. Sin embargo, frente a la evidencia, su
corazón se cerró a lo que les mostraban sus sentidos físicos. Y es más,
decidieron no solo matar al Maestro, sino también a las pruebas de su
singularidad: “Entre tanto,
una gran multitud de judíos se enteró de que Jesús estaba allí, y fueron, no
sólo por Jesús, sino también para ver a Lázaro, al que había resucitado. Entonces
los sumos sacerdotes resolvieron matar también a Lázaro, porque muchos judíos
se apartaban de ellos y creían en Jesús a causa de él”. (Jn 12, 9-11). ¡De poco
les valió la evidencia!
La Resurrección de Lázaro, Caravaggio (1609)
Si el Señor se
presentase hoy ante el mundo, ¿se convertiría todo el mundo para seguirle? No.
No, porque la esencia del hombre está en otra parte: está en su corazón.
Y esto fue lo
que puso a prueba el Señor en su apóstol Tomás. Es lo que le recrimina cuando
se aparece y le dice aquellas maravillosas palabras: “Trae
aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En
adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe.” (Jn 20, 27).
A lo que Tomás respondió: “«¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «Ahora crees,
porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!»” (Jn 20, 29). Esta
exclamación va dirigida a los hombres y mujeres de hoy.
El Señor
también se dirige personalmente a ti y te dice: “abre tu corazón de par en par
a Cristo, no tengas miedo y no seas incrédulo sino creyente”.