¿En qué se apoya la
fe en la resurrección de los cristianos? En dos hechos. El primero es que al
llegar los discípulos y apóstoles del Señor al sepulcro encontraron que estaba
vacío. Leamos, de la mano del evangelista san Juan, la descripción que hace del
interior del sepulcro tal como lo hallaron el primer día de la semana: “Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió
más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas
en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró
en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había
cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar
aparte.” (Jn 20, 4-7).
Este hecho podría parecer no
suficientemente significativo. Sin embargo, para Juan, que estuvo en la sepultura
del cuerpo muerto del Maestro y que, con casi total seguridad, ayudó a
trasladarlo hasta el lugar en el que fue depositado, le llevó a la fe, como él
mismo relata: “Luego entró el
otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: vio y creyó.” (Jn 20, 8).
Y hay otra columna
aún más importante que sostiene nuestra fe en la vuelta a la vida ―ya gloriosa―
de nuestro Señor. Hubo testigos que no solo lo vieron, sino que lo tocaron y
que comieron con él. El P. Aldama expone al respecto: “por eso no es de
extrañar que alrededor de Jesús resucitado se vayan reuniendo los testimonios
de todos los que vieron, y como dice san Pedro, de los que han «comido y bebido
con él después de su resurrección» (Hch 10, 41); de los que le vimos con
nuestros propios ojos, como dirá san Juan, de los que lo contemplamos y
palpamos con nuestras propias manos (cf. I Jn 1, 1), porque es el mismo que
sigue vivo ahora”. Es decir, son varias y diversas las fuentes (ahora reunidas
en la Biblia) que nos hablan de la realidad empírica del resucitado. Entre
ellas destaca en este sentido la aparición de Jesús a Tomás, especialmente
cuando le dice: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis
manos. Acerca tu mano: métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo,
sino hombre de fe.” (Jn 20, 27).
Con Tomás repitamos en nuestro
corazón: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20, 28).