Hace
unos años leí en un artículo de un periódico una entrevista al que había sido
nuncio de la Santa Sede en Hungría durante algunos de los años del tristemente
famoso Telón de Acero. Quizás sea conveniente recordar a los más jóvenes que
tras la II Guerra Mundial (1945) y hasta la simbólica caída del Muro de Berlín
(1989) o la desaparición de la URSS (1991), Europa estuvo dividida en dos. La
mitad oriental ―llamada Europa del Este― estaba bajo el dominio político y
económico de la URSS. El comunismo era la ideología única y una de sus máximas lo
constituía la eliminación de Dios de la sociedad, lo que supuso una fuerte
persecución a cualquier forma de religión. En Hungría la situación era
asfixiante para los creyentes, que tenían prohibido el culto; algunas de las medidas
fue el cierre de los templos católicos y la persecución y encarcelación de los sacerdotes
y obispos que ejercieran su ministerio. Muchos cristianos de Budapest tenían la
costumbre de ir los domingos a museos de la ciudad porque en ellos se exhibían,
solo como algo cultural, cuadros religiosos entro otros objetos históricos.
Algunos de estos cuadros tenían frente a sí unos bancos para facilitar su
observación, que en los creyentes se convertía en contemplación. Mientras que otros los miraban con curiosidad
diversa, ellos lo hacían con verdadera devoción, orando con la escena que les
proponía el pintor. A través de sus ojos clavados en la imagen, su alma se
abría a las grandezas de su Dios, dejándose llevar por donde su Señor quisiera
llevarles.
La
oración contemplativa, verdaderamente es una gracia de Dios. Sin embargo,
nosotros podemos poner de nuestra parte para adquirirla, solicitando tal merced
del Señor.
EL
CREDO EN IMÁGENES está compuesto por más de 100 fotografías que siguen la línea
del Credo. En cada una de sus imágenes, muestra uno o varios aspectos del
artículo de fe que se propone en ese momento. Y cada fotografía está acompañada
por un o pocos textos muy cortos ―párrafos― de santos padres, papas, santos,
etc., que tratan de ayudar a que el que se sitúa frente al libro en ese momento
profundice la grandeza de la verdad mostrada. Quiere que el alma se encuentre
con su Creador, con Su Hijo, con la Santísima Virgen o con la realidad común a
toda existencia terrena en la que nos “jugamos” la eterna. De esta manera, la
frecuencia de su uso contribuirá ciertamente a que, a través de los ojos de la
vista, los ojos del corazón se habitúen a la contemplación de escenas
religiosas que le hablen de la trascendencia a la que todos somos llamados. Constituye
un instrumento con el que facilitar lo que san Ignacio llama “Composición de
lugar” y que sitúa al comenzar cada una de las contemplaciones que componen sus
famosos Ejercicios Espirituales.
El
hábito puede hacer que de la escena del objeto sensible, como el libro, se
pueda ir pasando a la escena no sustentada físicamente, sino localizada, por
así decirlo, en el corazón del hombre.