Con
esta entrada inauguro un nuevo tipo de subidas al blog. En las presentaciones
del libro, no son pocos los que han manifiestado su curiosidad por las historias que hay detrás de
las imágenes que componen el libro. Detrás de cada fotografía hay una experiencia
peculiar. Para la consecución de algunas, he vivido auténticas aventuras. Hoy
quiero compartir con todos los lectores de este blog la trastienda de la foto 8.
Para
ilustrar la sección del libro correspondiente a Dios Creador, me propuse seguir el primer capítulo del
Génesis. En un momento dado relata: “Dijo
Dios: Produzcan las aguas seres vivientes […]. Y Dios los bendijo, diciendo: Fructificad y multiplicaos, y llenad las
aguas en los mares” (Gn 1, 20 y 22). Busqué en mi archivo fotográfico una
escena que mostrara lo expuesto en este texto y la encontré en una imagen realizada el
2 de noviembre de 2013.
Ese
día salimos en sendas piraguas mi compañero de aventuras Antonio Cordero y yo.
Él se iba a quedar en superficie y yo bucearía con botellas. Cargamos todo el
equipo de buceo y fotográfico en las dos piraguas y navegamos hasta el lugar
elegido. Quería explorar una sección de un acantilado que caía a plomo más allá
de los 15 metros, situado a pocos kilómetros de la ciudad de Cartagena.
Llegados al punto, busqué un saliente en el que hiciera pie y estuviera protegido
del golpe directo de las olas. Me equipé y me enganché la boya para que mi
amigo pudiera seguirme y saber exactamente donde me encontraba en cada momento.
El
agua tenía una buena visibilidad. Era una época en la que el mar bullía de vida;
pequeños peces formaban grandes bancos que se movían
coordinadamente. Castañolas y bogas, principalmente, llenaban la columna de
agua por millares. Cerca del fondo había bancos de menor tamaño y densidad de salpas
y de sargos de varias especies. Los grandes peces parecían estar ausentes; la
razón era clara: la gran presión pesquera a la que están sometidos. Sin embargo,
el enorme número de peces que se encontraban entre dos aguas debía ser un gran
atractivo para los depredadores procedentes de alta mar. Esta sospecha no tardó
en plasmarse en realidad. En un momento dado, con un movimiento al unísono
perfecto, todos los peces de la columna de agua se movieron en el mismo sentido
y velocidad, guardando perfectamente las distancias entre ellos como si de un
único organismo se tratase. Este movimiento rápido y perfecto impresionaba.
Tuvo lugar en varias ocasiones. Aunque escudriñé siempre los límites de la visibilidad tratando de
vislumbrar el causante, no conseguía ver más que los pequeños peces.
Pensaba que mi presencia ruidosa los mantenía a raya. Solo en una ocasión me
dio tiempo de apreciar una bacoreta (pequeño túnido) que fijó más su atención en mí
que en su potencial comida.
Cuando
el manómetro me indicaba que mi inmersión estaba tocando a su fin, descubrí una
gran piedra que se elevaba desde el fondo hasta casi alcanzar la superficie. A
su alrededor se arremolinaban bastantes peces. Ascendí muy lentamente en espiral alrededor de la
roca, con la cámara apuntando hacia arriba. La composición que se fraguó en el
visor era de gran belleza y tomé varias fotografías hasta alcanzar la superficie.
Una de ellas es la que aparece en EL CREDO EN IMÁGENES como foto 8.
La
vuelta fue más complicada de lo esperado. El mar se había encrespado hasta el punto de
hacer imposible cargar el equipo en las piraguas. Así que tuve que nadar en
superficie unos dos kilómetros hasta alcanzar la calita más cercana, donde pude
quitarme el equipo de buceo y volver paleando al punto de partida.