Hasta
nuestros días aún llegan las reminiscencias de la Navidad. En estos momentos,
especialmente cuando se vive el tiempo litúrgico con autenticidad, añoramos
esos días entrañables de tan especial significado. Nos gustaría que siempre
fuera Navidad, que nuestra vida fuera una constante Navidad.
En
Navidad celebramos la venida de Cristo al mundo, a nuestra existencia terrena,
haciéndose uno de nosotros, compartiendo nuestra naturaleza con sus penas y
alegrías. Con la Encarnación y Nacimiento, Jesús se hace uno de nosotros.
Pero
el Señor se sigue haciendo presente en el mundo: en cada Eucaristía. La
Eucaristía se apoya en la Encarnación y Nacimiento del Señor.
Durante
la pasada estancia navideña en mi ciudad natal, Antequera, estuve yendo a misa
varios días a la capilla del colegio María Inmaculada, perteneciente a la orden
de las Hermanas Franciscanas de los
Sagrados Corazones. La misa comenzaba a las 07:40 h de la mañana, antes de que
saliera el sol. Al entrar en la capilla el primer día, me llamó poderosamente
la atención el altar mayor. La casi totalidad de las luces de la iglesia
estaban apagadas. Unos focos de luz, estratégicamente situados, iluminaban tres puntos situados en el
presbiterio. El resto estaba prácticamente en la oscuridad. Es como si, de
pronto, solo existieran esos tres elementos, todos situados en la misma
vertical.
Las religiosas habían situado un portal de belén,
justo delante del altar, con el mismo tamaño que este, con lo que prácticamente
lo ocultaba. El propio misterio parecía el altar sobre el que el sacerdote
celebraba el sacrificio. Un tremendo simbolismo emergía de aquella escena. El
altar se apoyaba en el nacimiento de Jesús.
Y sobre el Nacimiento-altar, en la pared frontal
(del altar mayor) se encontraba el sagrario, también iluminado por un foco que
lo hacía emerger de la oscuridad. El Señor, que había venido en Belén y se
hacía presente de nuevo en cada eucaristía, se había querido quedar en el Sagrario
para estar físicamente cerca de nosotros. La Virgen María se encontraba en el
portal, la misma que antes había sido el primer sagrario, portando en su seno,
por primera vez, al Verbo encarnado.
Ligeramente por encima del sagrario había una imagen
de Cristo crucificado, también iluminado particularmente. Era precisamente el
sacrificio redentor de Jesús el que unía su Encarnación-Nacimiento con la
Eucaristía. Los tres elementos iluminados formaban una unidad trascendente: la
nueva creación, la redención del género humano, realizado de una vez para
siempre, actualizada en cada sacrificio eucarístico. Todo se fundía en la
Verdad, lo único absoluto, la razón de nuestra fe, esperanza y caridad.