Nos
relatan los evangelios que, el primer día de la semana, iban algunas mujeres al
sepulcro en el que habían depositado el cuerpo muerto de Jesús, para terminar
de prepararlo según las costumbres judías. Esta procesión tenía lugar en la
madrugada y su gran preocupación era cómo iban a ser capaces de quitar la gran
piedra que cerraba la entrada.
Cuando
llegaron, la loza había sido desplazada y, llenas de asombro, descubrieron que el
cuerpo de su Maestro no se encontraba en su interior. Sin entender nada y
angustiadas volvieron rápidamente con el resto de los discípulos.
Al
mismo tiempo, en otra parte de Jerusalén, los que dirigieran su mirada al Gólgota
percibirían claramente la desnudez de la cruz central, sin cuerpo que la
vistiera. Si alguno se acercó a su cima, en todo caso vería únicamente restos
de sangre del último que la vía utilizado, un tal Jesús el nazareno.
Cuando
las mujeres llegaron al Cenáculo y describieron cómo habían encontrado la tumba
de Jesús, dos de sus más íntimos salieron corriendo. Eran Pedro, al que Jesús había
dejado como Piedra de su Iglesia, y Juan, el discípulo al que tanto quería el
Señor. Al entrar, el segundo hace la siguiente descripción del interior de la
cámara mortuoria: “Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el
sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la
cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte” (Jn 20, 6-7).
Ambos corroboran lo que les habían contado las mujeres, pero Juan da un paso
más. Como consecuencia de lo que ve, él mismo relata: “Entonces entró también
el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues
hasta entonces no había entendido la Escritura: que Él había de resucitar de
entre los muertos” (Jn 20, 8-9).
Ese
mismo día y posteriores, Jesús resucitado se presentó a los apóstoles y a
muchos discípulos, mostrándoles que no era un fantasma; su cuerpo había
superado el ámbito de las limitaciones físicas de la existencia terrena. Ahora
Jesús poseía un cuerpo glorioso. Pocos días antes, en la Última Cena, ya les
había avisado: Él sería el primero y les prepararía―nos prepararía nuestra
propia resurrección y lugar ante el Padre.
El
Evangelista san Juan comprendió muy bien toda esta realidad. La Exaltación de
Cristo no es solo la cruz o solo la resurrección. La Exaltación es la gran obra
de nuestro Señor que se compone de dos actos íntimamente unidos: Pasión-Muerte
y Resurrección. Ninguno de ellos puede ser suprimido. Los dos son
imprescindibles. No podemos vivir solo a Cristo muerto. No debemos pretender
resurrección sin pasión y muerte. El primer acto nos lleva al segundo. El
segundo no se puede alcanzar sin el primero. Cristo nos marcó el camino consigo
mismo y lo dejó bien claro.
Uniendo
las tres experiencias relatadas en estas líneas es cómo podemos entender la
siguiente imagen, cargada de simbolismo. El sepulcro quedó definitivamente
abierto, representado por el Sagrario abierto. La cruz está vacía de cuerpo.
Los lienzos sepulcrales, que hicieron creer a san Juan, cuelgan sobre la cruz.
Los lienzos también carecen de cuerpo que cubrir, lo que simboliza la
resurrección, la superación de la muerte. Ahora bien, cruz y lienzos se unen
formando una sola pieza: la Exaltación de nuestro Señor que nos muestra el
camino de nuestra propia exaltación.
El
sagrario se encuentra en la parroquia de la Santísima Trinidad, de Antequera.
La
cruz con el velo ha estado expuesta en la capilla del colegio La Inmaculada, de Cartagena.
Cristo
ha resucitado. Somos los más dichosos de la tierra y tenemos la razón
fundamental para ello.
¡Cristo
ha resucitado! ¡Han sido vencidas las cadenas de la muerte!
Felicidades
hermanos
Los
que, teniendo el libro El Credo en
imágenes, quieran profundizar, con la ayuda del binomio fotografías―textos,
en la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo y en sus consecuencias para
nosotros, pueden hacerlo en las siguientes páginas: 20, de la 62 a la 66 y la
108.