¡Cuánto
sufrimiento ayer! Aunque todo comenzó el jueves tras la última cena. Primero la
incertidumbre, luego el temor a lo peor y, finalmente, la corroboración de lo
anunciado por el anciano Simeón muchos años atrás.
Sabía
que tenía que suceder. Había vivido muchos años con esta certeza, pero nunca se
está lo suficientemente preparado. Además, ella fue testigo directo de todos
los acontecimientos que se precipitaron el viernes. Como Madre, sabía que tenía
que estar ahí, al lado de su Hijo. Tras el último abrazo, ella se retiró. Un
grupo de personas, capitaneadas por José de Arimatea, se encargaron de dar
digna pero precipitada sepultura a su Hijo.
De
todo ello ya había pasado un día, el primero sin su Hijo. No estaba sola. Contrariamente
a lo que debería ser, María era la que, en estos momentos, mantenía a la
pequeña comunidad que había dejado
Jesús. La que debía ser sostenida, era la que sostenía. Ya empezó a ejercer
como Madre de toda la Iglesia. Debía cumplir la misión que su Hijo le había
encargado desde la misma cruz. Y su función no se había hecho esperar.
En
su mente y, sobre todo, en su corazón se entrelazaban las experiencias felices
vividas al lado de su Hijo con las desgarrantes del día anterior. Pero, sobre
todo ello, había un sentimiento, una certeza: la esperanza en los planes de
Dios.
Acompañemos
a María, Madre de Jesús y Madre nuestra en estos momentos. Ayudémonos de dos
imágenes pertenecientes a estilos artísticos bien distintos: la Soledad de los
Pobres (iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Cartagena) y Nuestra Señora de la
Soledad (iglesia de Molinos Marfagones, Cartagena), respectivamente.
Los
que, teniendo el libro El Credo en
imágenes, quieran profundizar en este día de la mano de las fotografías y
textos correspondientes, podrán hacerlo en las siguientes páginas: desde la 56
a la 60, la 118 y la 122.