En varias ocasiones hemos echado
un vistazo atrás en el pasado de la humanidad en busca de su ser religioso. Lo
vamos a volver a hacer en esta entrada y volveremos en el futuro. De esta
manera podremos ver cómo la religión es parte esencial del ser humano. No se
debe a una u otra cultura. Posiblemente sea su realidad más definitoria,
aquella propiedad que lo hace único en el universo.
Hoy tendremos nuestro punto de
apoyo en el conocido como Dolmen de Viera. Ayer pude visitarlo y algunas de las
explicaciones del arqueólogo que nos guió han motivado la reflexión presente.
Este dolmen se encuentra en las
afueras de la ciudad de Antequera, en el sur de España. Se le calcula una antigüedad
de 4500 años. Está clasificado como un dolmen-sepulcro de corredor. Fue
construido por una comunidad que habitaba en un cerro muy próximo. Como indicó
el arqueólogo, esta obra es una muestra de la toma de consciencia por estos
seres humanos de la existencia del más allá, es decir, de la trascendencia.
Mucho antes de la aparición de la cultura judeo-cristiana y a la par de la
adquisición de una idea muy similar en Egipto, estos pobladores llegan al
convencimiento de que la existencia no termina con la vida terrena. Que algo en
ellos, el alma, continúa existiendo en otra forma de la realidad. Esta
aprehensión llega a ser tan fuerte que deciden construir una tumba para la
comunidad de una elaboración compleja y que va a demandar un enorme esfuerzo de
todos mantenido durante varios años. Tengamos en cuenta que esta obra se llevó
a cabo en medio de sus obligaciones cotidianas dirigidas a su subsistencia.
Este aspecto nos lleva al planteamiento
una cuestión entiendo que de gran importancia, no solo para aquella época, sino
para toda la humanidad. Frente a la tendencia a interpretar la historia en
términos económicos, de poder y materialista, la elaboración de los dólmenes
nos habla de otra concepción de lo que es importante para estos seres humanos.
Desde la perspectiva interpretativa imperante no se puede entender el hecho de
hacer algo de enorme gasto en tiempo y esfuerzo que no va a tener una
aplicación práctica material. Es más, dificultó enormemente todas aquellas
labores destinadas al mantenimiento material de la vida terrena.
Esto supone que estos hombres y
mujeres tenían una jerarquía de valores en la que la vida postmorten era
valorada sobremanera, ordenando, incluso, la terrena, la vida social.
El Dolmen de Viera comienza con
un corredor de 1,80 metros de alto por 1,20 de ancho y de 20 metros de
longitud. Al final del mismo hay una puerta que da lugar a la cámara mortuoria,
de forma cúbica y algo más alta que el pasillo (2,10 metros).
En la cámara eran depositados los
difuntos con su ajuar. Como se ha indicado más arriba, era una tumba comunitaria.
Debido a los saqueadores de
tumbas, no ha llegado ningún cadáver hasta nuestros días. Sin embargo, por
otros yacimientos arqueológicos de periodos similares situados a pocos
kilómetros de distancia, como el del Saladillo, se cree que los difuntos eran
depositados en posición fetal: igual que el parto es el paso de la vida
intrauterina a la extrauterina, la muerte es el paso de esta vida a la vida
eterna. Es decir, la muerte es entendida como un nuevo nacimiento, un
nacimiento a la vida sin fin. Esta vida está orientada a aquella, tiene en ella
su destino y su sentido.
“Más vale el renombre que óleo
perfumado; y el día de la muerte más que el día del nacimiento. Más vale ir a
casa de luto que ir a casa de festín; porque allí termina todo hombre, y allí
el que vive, reflexiona. Más vale llorar que reír, pues tras una cara triste
hay un corazón feliz. El corazón de los sabios está en la casa de luto,
mientras el corazón de los necios en la casa de alegría. Más vale oír reproche
de sabio, que oír alabanza de necios” (Eclesiastés 7, 1-5)
“Día de bienes, olvido de males,
día de males, olvido de bienes. Que es fácil al Señor, el día de la muerte,
pagar a cada uno según su proceder. El mal de una hora el placer hace olvidar,
al final del hombre se descubren sus obras” (Eclesiástico 11, 25-27)
“Para el que teme al Señor, todo
irá bien al fin, en el día de su muerte se le bendecirá” (Eclesiástico 1, 13)