En esta entrada seguimos
profundizando lo expuesto en la anterior.
El alimento que necesitamos para
cubrir nuestras necesidades biológicas sabemos que solo nos puede mantener
mientras vivimos en la tierra. Podemos revestirlo de los más suculentos
sabores, disfrazarlo de las formas más peculiares…, pero sabemos que solo nos
servirá para esta vida mientras podamos mantenerla. Además, solo nos sustentará
la vida biológica, valga la redundancia, no otras dimensiones de nuestro ser. Cuando
llegue el momento de abandonar esta vida, ya no nos servirá de nada.
El Señor es muy claro en el
Evangelio de san Juan refiriéndose al maná que el pueblo de Israel comió en el
Éxodo: “Sus padres, en el desierto,
comieron el maná y murieron” (Jn 6, 49).
Sin embargo, Jesús nos ofrece
alimento de otra índole. Es un pan que alimenta el alma. Es más, es el alimento
que nos va a ganar la vida eterna si nosotros actuamos consecuentemente. Es el
alimento de la vida, y esta con mayúsculas. Sin embargo, este alimento no se va
a limitar a tener su efecto después de la muerte. Ya en esta vida tiene sus consecuencias.
Este alimento del cielo, que no es otro que el propio Jesucristo que se nos da,
va a nutrir a toda la persona humana: alma y cuerpo. Todo el ser se ve alimentado
recibiendo la fuerza celestial para poder vivir como verdaderos cristianos ya
en esta vida. Así podemos entender este pan como el auténtico alimento que nos hace
posible vivir la vocación personal a lo largo de nuestro paso por la tierra y
nos gana la vida futura al lado de nuestro Creador y Señor.
Terminemos recordado las palabras del propio Jesucristo: “«Yo soy el pan
vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que
yo daré es mi carne para la Vida del mundo». Jesús les respondió: «Les aseguro
que si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán
Vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo
lo resucitaré en el último día» (Jn 6, 52-54).