ESTOS SON LOS QUE HAN LAVADO SUS VESTIDURAS CON LA SANGRE DEL CORDERO



Este domingo coincide con la fiesta de todos los santos. La primera lectura, tomada del Apocalipsis nos adelanta aquello a lo que todos los bautizados estamos llamados, ser santos y el puesto que el Señor nos tiene guardado para gozar eternamente con Él:


Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: «La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero.» Y todos los Ángeles que estaban en pie alrededor del trono de los Ancianos y de los cuatro Vivientes, se postraron delante del trono, rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: «Amén, alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza, a nuestro Dios por los siglos de los siglos, amén.» Uno de los Ancianos tomó la palabra y me dijo: «Esos que están vestidos con vestiduras blancas quiénes son y de dónde han venido?» Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás.» Me respondió: «Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero». (Ap 7, 9-14)


«Estos son los que vienen de la gran tribulación» y «han blanqueado sus almas con la sangre del Cordero». Estamos en un momento histórico en el que muchos hermanos en la fe están sufriendo un auténtico martirio de sangre por seguir a Jesús, por ser cristianos. Este fenómeno, está dejando de ser puntual para convertirse en frecuente, en muy frecuente. Sin embargo, en Occidente, particularmente en España, ocurre lo contrario: se está difundiendo una ola no solo de mediocridad cristiana, sino de miedo a modos levísimos de persecución como es pasar vergüenza por nuestra fe. Pero no hace mucho, las cosas eran muy distintas: muchísimos cristianos en España llevaron su fe hasta el extremo de la muerte. Los martirios se hicieron particularmente frecuentes durante una serie de años. utilizando excusas político-ideológicas, los cristianos fueron perseguidos por el simple hecho de ser cristianos, de pertenecer públicamente a la Iglesia Católica. Miles de españoles, pudiendo salvar su vida negando a Cristo, al menos momentáneamente, prefirieron entregarla por aquel que es la Vida: “Numerosos mártires han muerto por no adorar a «la Bestia» (cf Ap 13-14), negándose incluso a simular su culto” (CEC 2113).


Aunque fueron tiempos tristes, al mismo tiempo fueron años heroicos, plagados de ejemplos de coherencia cristiana. Queremos traer a estas líneas uno de ellos a modo de muestra. Como este caso tuvieron lugar cientos, miles, durante la persecución religiosa ocurrida en España en los años de la segunda República y la Guerra Civil. Tuvo lugar en Antequera, del 18 de julio al 6 de agosto de 1936. 

Fachada actual del convento de los Capuchinos en la ciudad de Antequera 


Desde que se produjo el Alzamiento, el convento que los PP. Capuchinos tienen en esta ciudad fue rodeado y fuertemente custodiado. Los frailes quedaron como prisioneros en su propia casa. En varias ocasiones milicianos entraron en el convento, amenazando de muerte y golpeando a los frailes. Poco antes del encarcelamiento, uno de los sacerdotes que regresaba de decir misa fue increpado en la calle con estas palabras: “ya pronto dejaréis de llevar esos trapos que lleváis puestos. Os los vamos a hacer tragar”. Desde el exterior, los carceleros proferían gritos contra los frailes, muchos de ellos avisándoles de la pronta muerte que les esperaba. Uno de los frailes que sobrevivió relata de aquellos días: “nuestra vida se concentró alrededor de Cristo y de su Madre Santísima, uniéndonos más unos con otros con el sagrado vínculo de la caridad fraterna. Nos considerábamos como el huerto de la agonía, y pensábamos cual sería nuestra calle de la amargura…”.

Plaza del Triunfo, con la imagen de la Inmaculada y el convento de los PP. Capuchinos, en Antequera

 Un fraile superviviente relata una de las entradas de los milicianos en el convento para llevarse las camas en las que dormían, incluidos los niños que por aquellos días vivían en el convento, con las siguientes palabras: “uno se dirigió al P. Ignacio (al que tomó como superior) y dándole golpes con el cañón de la escopeta lo llevó por todo el convento amenazándolo cada momento con matarlo; cuando encontraban a algún religioso hacían lo mismo; en la iglesia encontraron a fray Crispín, lo derribaron en tierra y con el P. Ignacio, lo llevaron a los jardines donde los pusieron en actitud de ser fusilados. Lo mismo hicieron con el P. Guardián al que, tirándole del capucho, lo maltrataron”.


El mismo relator nos describe las horas previas al martirio. “… a las tres y media de la noche se presentó un camión cargado de guardias para llevarnos en él y fusilarnos; corrimos a la iglesia, comulgamos (era la cuarta vez que hacíamos esto) y esperamos la entrada de las fieras; la guardia que había en la puerta lo impidió por orden del Comité. Ya no nos cupo duda de que al día siguiente moriríamos y nos preparamos intensamente. Aquella noche la pasamos en vela”.


Oyeron un fusilamiento a las puertas del convento a las diez de la mañana. Por la tarde se precipitaron los hechos. Dando la palabra de nuevo al mismo testigo que vivió los acontecimientos en primera persona sigue relatando: “A las 5 o 6 llamaron a la puerta, salió un donado y le dijeron que salieran los padres; nos reunimos, hubo algunas dilaciones y amenazas y, vestidos con nuestro hábito y con crucifijos en la mano, salimos a la portería donde nos esperaban doce hombres con escopetas”. Estos hicieron una selección al azar en la que cribaron, entre otros al propio testigo. Siete capuchinos no pasaron la selección salvadora. Continúa el relator: “Nosotros no los vimos pues nos fuimos a la iglesia a rezar por ellos. Después nos contaron que todos iban con su crucifijo, el P. Gil rezando en su diurno. El P. Ignacio cuando avanzaba hacia el Triunfo [Plaza situada a las puertas del convento, presidida por una imagen de la Inmaculada] recibió un balazo en el hombro, levantó los brazos al cielo y miró a la Virgen Santísima y recibió otra descarga y cayó de rodillas en la misma actitud; a la tercera cayó en tierra. Los demás murieron de forma semejante”. Otros frailes tuvieron una suerte similar fuera de convento.

Columna coronada con la imagen de la Inmaculada, a cuyos pies fueron martirizados los siete capuchinos y fusiladas otras muchas personas


Lejos de levantar odios o rencillas, veamos la grandeza de aquellos que han seguido tan fielmente a su Señor, pisando justo sus mismas huellas. Siempre habrá enemigos de la Iglesia y siempre los cristianos debemos estar dispuesto a manifestar nuestra fe, con plena coherencia, hasta donde Dios nos lo pida, incluido el martirio si así fuese servida Nuestra Divina Majestad. Por ello, el Catecismo nos enseña: “El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. “Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios” (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Romanos, 4, 1)” (CEC 2473).

Cruz con los rostros de los siete capuchinos mártires de Antequera

 El P. Ignacio, pocas horas antes de su muerte, escribió la siguiente carta a sus familiares: 


Viva María.

Hoy, día 6 de agosto de 1936, el vigésimocuarto y quizás último día de mi vida, a las nueve y media de la mañana, escribo esto para mi queridísima familia.

Queridísimos padres y hermanos: al recibir estos renglones, quizás ya no exista: espero tranquilo, de un momento a otro, la muerte, que para mí será la verdadera vida, porque muero por odio a la religión y por ser religioso. No lloréis, padres y hermanos queridos, como lloro yo al escribiros ésta, no por miedo, sino porque sé que va a causaros pena mi muerte; no llore, sobre todo usted, queridísima madrecita mía amachu lastana; si le causa mucho dolor la noticia de mi muerte, le dé mucho consuelo el tener un hijo mártir, que desde el cielo le sigue queriendo muchísimo y rogando por usted y por todos los de la familia para que allí nos encontremos un día todos.

No sé cuándo llegará mi última hora: hace ya muchos días que la estoy esperando, y conmigo estos mis hermanos religiosos. Que Dios sea bendito por todo, y si quiere mi vida en testimonio de su doctrina y de su Religión, la ofrezco gustoso. Solamente pido que los que nos hemos amado en la tierra sigamos amándonos desde el cielo.

Agur, agur hasta el cielo.

No lloréis por mí, padres y hermanos queridos; sabed que muero mártir de Jesucristo y de su Iglesia.

Agur, agur, agur, agur, agur…

Antequera, fiesta de la Transfiguración del Señor de 1936.

Yo, Fr. Ignacio de Galdácano, capuchino (José Mari)”.

Carta del P. Ignacio a sus padres y hermanos

 Capilla con los restos de los mártires capuchinos