El pasado lunes, 2 de noviembre,
celebramos el día de todos los fieles difuntos. Y, ¿para qué señala la Iglesia
un día dedicado a la memoria de todos los difuntos?
Hace unos años, un fiel de la
localidad cordobesa de Benamejí me quiso enseñar un cuadro muy especial que se
encontraba, por entonces, en una pared lateral del templo parroquial, al lado
de la entrada de la capilla del Santísimo. El cuadro había sido pintado por D.
José María Labrador. Estaba fechado en 1936 y se llamaba El Purgatorio. Después de que nos explicara las vicisitudes
históricas del cuadro (iba con mi sobrino Máximo) y hablarnos del gran valor
que tenía, nos dejó frente al cuadro. Me quedé mirando el cuadro y la verdad es
que estaba lleno de detalles que llamaron poderosamente mi atención. Como su
nombre indicaba, recogía una escena situada en el purgatorio, donde aparecían
una serie de personas purgando. Sobre ellas se encontraba Cristo crucificado y
dos ángeles que recogían Su preciosísima sangre en cálices.
Una, particularmente me viene con
frecuencia a la memoria aún hoy, porque, plegado sobre sí mismo y con las manos
sobre su rostro, se le veía lleno de angustia y sufrimiento.
La Iglesia nos enseña lo que es
el purgatorio con las siguientes palabras: “La Iglesia llama purgatorio a esta purificación final de
los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados” (CEC
1031). Es decir, después de la muerte, se puede ir eternamente al cielo o al
infierno o, temporalmente, a un estado de purificación que desembocará en el
cielo. Por esto son llamadas las benditas
almas del purgatorio. Como leíamos en la lectura del Apocalipsis del día
anterior, el Día de todos los Santos,
estamos llamados a presentarnos limpios e inmaculados ante el Cordero. Sin
embargo, muchos no tienen el alma lo suficientemente limpia para ello, por lo
que han de pasar una fase de “limpieza” del alma, la purificación del
purgatorio. La intensidad y duración de esta purificación depende de la vida
que se haya tenido durante el paso de cada uno por la existencia terrena.
Sin embargo, y como también nos
enseña la Iglesia, los que estamos en la tierra podemos hacer bastante para
aliviar las penas de los purgantes y adelantar su entrada en el cielo: “si los verdaderos penitentes salieren de este
mundo antes de haber satisfecho con frutos dignos de penitencia por lo cometido
y omitido, sus almas son purgadas con penas purificadoras después de la muerte,
y para ser aliviadas de esas penas, les aprovechan los sufragios de los fieles
vivos, tales como el sacrificio de la misa, oraciones y limosna y otros oficios
de piedad, que los fieles acostumbran practicar por los otros fieles, según las
instrucciones de la Iglesia” (Concilio de Florencia).
¿Quién puede asegurar que no
tenga ningún familiar o conocido en el purgatorio? Es más, me atrevo a decir
que el número de los que ingresan en él se ha incrementado en los últimos
tiempos, si han evitado el infierno, a tenor de las formas de vida y desprecio
por las cosas de Dios que se está colando en nuestra sociedad y está
arrastrando a tantos de nuestros coetáneos, sin contar la gran cantidad de
cristianos para los que la fe es algo no fundamental esencialmente, al menos,
como coherencia de vida. En este momento vienen a mi memoria las palabras
siguientes de la autora del libro Entre
el cielo y la Tierra. Historias del purgatorio: “¡Ay, cuánto me duele ahora
no haber orado de corazón durante los funerales a los que he acudido en el
pasado! […] ¡Cuántas veces he visto que la gente acude a un funeral solo para
quedar bien con los enlutados parientes!
Y el colmo de la desfachatez es descubrir que alguno hasta se acerca al banco
de la doliente familia, a quien abraza para salir de la iglesia de inmediato y
marcharse a su casa o ver el partido” (María Vallejo-Nágera).
Incluso, pensando egoístamente,
cuando se vive de espaldas a esta realidad y así se enseña a los propios hijos,
si uno, tras la muerte, está en el purgatorio (al menos se habrá salvado), quizá
nadie pida por él, ni su propia familia. Mi hija mayor escuchaba hace unos días
a unas madres relativamente jóvenes coincidir en que ellas no habían ofrecido
ni una misa por sus madres cuando murieron. ¡Qué lástima! Tener este medio
maravilloso para aliviar y reducir las penas de seres queridos y no utilizarlo.
Tomemos conciencia de esta
oportunidad y utilicemos los varios medios que la Santa Iglesia nos enseña para
ayudar a nuestro familiares y conocidos necesitados y para pedir por aquellos
que se encuentran en circunstancias parecidas pero que nadie pide por ellos. Y
no lo hagamos solo ahora, sino que adquiramos la costumbre de orar y ofrecer
por ellos a lo largo de todo el año.