Video sobre el abrazo de san Francisco aquí.
“Si alguno quiere
venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga”
(Lc 9, 23).
Muchos queremos seguir a Nuestro Señor, pero qué difícil el
aceptar la cruz, asumirla y hacerla una con mi vida. Los santos lo han hecho. Pero,
¿dónde estaba su secreto? ¿Cómo eran capaces?
La clave, el amor a Cristo y a su acción redentora. El
conocimiento interno de Cristo no puede más que llevarnos a un amor total. El
amor a Cristo nos arrastra a querer asemejarnos a Él, a acompañarle en la
redención del mundo, a compartir con él todo, especialmente aquello en lo que
se vive el amor más perfectamente posible, en la oblación total: “Nadie tiene amor más grande que el que da la
vida por sus amigos” (Jn 15, 13).
El amor a Jesucristo lleva a despreciar todo cuanto nos separa
de Él. Así se comprende el abandono de la cosas temporales y la negación de lo
carnal (llegando a la mortificación). Los enamorados de Cristo se elevan sobre
todas estas cosas, o luchan con todas sus potencias para estarlo. Ya solo les
basta la compañía e imitación del Redentor. San Bernardo de Claraval, san
Francisco de Asís, todos los santos místicos, quieren acompañar a Cristo en la
cruz, no como el Cireneo, sino como el propio Cristo. Quienes han vivido más
intensamente este deseo, más aún, esta necesidad, han elevado su alma a Cristo
limosneando su cruz. La imagen acompañante muestra cómo el pobre de Asís está
tan lleno de amor por Cristo, que su alma asciende queriendo abrazar el cuerpo
crucificado de su Señor. Así, San Buenaventura recogerá de San Francisco la
siguiente exhortación: “El que quiera llegar a la cumbre de esta virtud debe renunciar no sólo a la
prudencia del mundo, sino también, en cierto sentido, a la pericia de las
letras, a fin de que, expropiado de tal posesión, pueda adentrarse en las obras
del poder del Señor y entregarse desnudo en los brazos del Crucificado”.
Entonces se produce el milagro espiritual: Jesús, viendo al
amor y deseo de Francisco, desclava su mano derecha y la posa sobre el hombro
izquierdo del santo. Mantiene su otra mano clavada. Jesús no deserta de la
cruz, solo recibe a su hijo. Ha aceptado el ofrecimiento amoroso y, ambos, se
funden en un abrazo en la cruz. San
Francisco clava sus ojos en los de Cristo, alimentándose continuamente de Su
amor. La contemplación del corazón de Cristo crucificado es la fuente de la que
se alimenta su propio corazón, lo que lo transporta al éxtasis, al borde de la
locura: locura por amor.
Cristo distrae la mirada ligeramente. Su amor quiere que
llegue a todos los hombres. Y, como un pobre, limosnea nuestro amor. El suyo se
derrama redimiendo y vivificando. A la par, espera la correspondencia. Aunque
por justicia le pertenece, aguarda a que, con nuestra libertad, sea también
amado. Aunque le satisface el amor recibido por tantos como Francisco, no
quiere que uno solo se pierda y nos aguarda pacientemente.
El Amor, que nos espera desde la cruz, también quiere
fundirse en un abrazo con cada uno de nosotros.